233. Una carta de ida y vuelta

Parte de mi trabajo en Correos consiste en separar las cartas sin remite que no han podido ser enviadas, por falta de datos del destinatario. Pasado el tiempo legal debo abrirlas delante de otro compañero y leerlas en voz alta, por si su lectura pudiera aportar alguna pista sobre el remitente y así poder notificarle la situación.

Un buen día me encontré con una carta singular en cuyo sobre figuraba como destinatario: “Para mi abuela Pilar”; la dirección: “El Cielo”; y el remite: “De tu nieta Piluca”.

En un primer momento pensé que se trataba de una broma. ¡Con estos datos lo tenía bastante crudo! Sin embargo, la añadí al montón de cartas en espera de ser leídas.

Vencido el plazo legal abrí la citada carta y me dispuse a leerla en voz alta, con la esperanza de que mi compañero y yo pudiéramos descifrar el jeroglífico que teníamos delante. ¡Pilar y Piluca! Partíamos de casi cero para encontrar quién la había enviado.

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Querida abuela Pilar:

Me acaban de dar la noticia de que nos has dejado y te has marchado al Cielo. Por eso te envío esta carta al lugar donde deseo con toda mi alma volver a verte, cuando Dios quiera. Ya sé que la carta quedará retenida en Correos sin salir (¡menudo problema para el repartidor!), e incluso puede que terminen destruyéndola, aunque me gustaría retenerla junto a mí. Pero en estas líneas quiero volcar lo que siento por ti, alejando la tristeza de tu partida con la alegría de saberte feliz para siempre.

Conforme me he ido haciendo mayor (acabo de graduarme en medicina) he cambiado mi percepción de lo que será la vida de los bienaventurados allí arriba, pues así los imaginamos por encima de nosotros.

El Cielo pasó de ser para mí un lugar de juegos maravillosos, chucherías, deportes de toda clase, nada de colegios… a un lugar donde uno vive en plena forma, es querido por todos y quiere a todos, y en particular es querido por, nada menos, que el mismo Dios.

¿Qué será el Cielo?, me sigo preguntando. Será un dar gracias a Dios sin cansancio, con nuestra mirada, nuestra sonrisa, nuestro corazón. No harán falta palabras. Y lo mismo haremos con quienes hayamos convivido en la tierra. Todos hemos recibido ayudas de los demás y también nosotros los habremos ayudado. Los saludos serán de gracias por esto, por aquello, por lo de más allá. Y las respuestas las gracias dirigidas a Dios.

La felicidad compartida es doble felicidad, abuela. La certeza de haber alcanzado el fin por el que fuimos creados nos llenará de una felicidad indecible, con la seguridad de no perder jamás tanta dicha. Además, ver la alegría de los demás aumentará constantemente la nuestra. Nunca más una lágrima, ni dolor, ni sufrimiento, ni preocupaciones, ni malas acciones y, por supuesto, la muerte no existirá. ¿Se puede pedir más?

Aunque todo lo que aquí está escrito palidece, se queda en casi nada frente a la realidad que nos espera. Como san Pablo escribió: “Ni ojo vio, ni oído oyó lo que Dios tiene preparado para los que le aman”.

Y tú, abuela, no has parado de querer a Dios y a todas las personas que te han rodeado: familia, amigos, vecinos, los pobres del barrio, y un sinfín de gentes que desconozco. ¡Gracias por tanto cariño como me has dado!

Bueno, abuela, no te olvides de rezar por mí y por toda la familia (que lo necesitamos). Tu nieta Piluca, desde la Facultad de Medicina de la Universidad de…, te envía abrazos y besos.

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La carta regresó a quien la había escrito, con una anotación en el sobre que decía: “Imposible la entrega. Abierta según protocolo. Encontrado remitente”.

Solo se había graduado una Piluca ese año en la Facultad.

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