210. El testamento

Érase una vez —hace muchos, muchos años— un padre enormemente rico, viudo y con tres hijas. La principal preocupación del padre en aquel tiempo era la de redactar su testamento del modo más justo posible.

Al principio estuvo considerando el criterio de dejar más bienes a la hija que más lo necesitara, pero enseguida se percató de que ese modo de pensar era inútil: las tres eran igualmente agraciadas y no carecían de nada. Cambió por tanto de criterio. Pensó que sería mejor dejar más a la hija que más le quisiera. Pero ahora la dificultad se centraba en: ¿cómo medir el amor de sus hijas?

Después de mucho cavilar se le ocurrió transmitir el problema a Bautista, el fiel mayordomo, a quien solía pedir consejo cuando se trataba de temas familiares.

—Bautista, ¿cómo puedo saber cuánto me quieren mis hijas? — le preguntó el padre de repente, mientras aquel le servía el acostumbrado té de media tarde.

El mayordomo se quedó un rato pensativo y respondió con aplomo:

—Señor, tendría que someterlas a alguna prueba. No olvide que ellas tienen todo lo que desean. Es muy fácil que lo quieran. Pero el amor se demuestra con las acciones que cuestan, como por ejemplo:  dar sin esperar recibir nada a cambio.

—Me ha gustado mucho tu contestación, Bautista. Me parece muy acertada. Muchas gracias por tu servicio. Puedes retirarte.

El mayordomo abandonó la sala más contento que unas pascuas.

Al día siguiente el padre convocó a sus tres hijas y les planteó la siguiente cuestión:

—Vosotras —queridas hijas— ya conocéis bien a vuestro padre. No quiero ser injusto. La cuestión que os planteo es la siguiente: estoy redactando mi testamento en el que indico que cada una recibirá su parte en proporción a cuánto me quiera. Si tuviera una sola hija no habría ningún problema: toda mi fortuna sería para ella. Pero tengo más de una… No sé medir el amor… Si dos de vosotras renunciarais a la herencia…

Aquello resultó un planteamiento desconcertante. Las hijas se quedaron pensativas. Al poco tiempo saltaron las dos menores que se habían puesto de acuerdo antes de hablar al unísono:

—¡Padre, le queremos más que la herencia! ¡Renunciamos a nuestra parte!

Un silencio se hizo en la sala, no solo por las palabras que se acababan de escuchar, sino porque el padre había vuelto la vista hacia la mayor de las hijas que no había soltado prenda.

Como respuesta a su mirada paterna, la hija mayor dijo con firmeza:  

—Padre, con todos mis respetos, yo también le quiero como mis hermanas, pero ¡no debo renunciar a la herencia!

El padre se entristeció al oír esta contestación. Sin embargo, no dudó en pedir aclaraciones:

—No me imagino que la mayor de mis hijas actúe pensando solo en sí misma. ¿Puedes decirme algo al respecto?

El silencio se cortaba de nuevo. La hija mayor tardó unos segundos en responder, y por fin contestó humildemente:

—Padre, si las tres renunciamos a la herencia entonces la herencia familiar irá a parar a manos de no se sabe quién. Si yo la recibo y pongo, cuando haga testamento, como herederas a mis dos hermanas a partes iguales, comprometiéndome por escrito a darles su parte cuando me la pidan a mí o, en su caso, a mis herederos, la herencia continuaría en la familia y las tres recibiríamos lo mismo.

En ese momento las dos menores se pusieron de nuevo a hablar entre sí en voz baja y al terminar se dirigieron al padre con estas palabras:

—Nos unimos a lo propuesto por nuestra hermana mayor. No queremos, padre, que usted sufra por causa de nosotras.

Dichas estas palabras, las tres —tras recabar el permiso paterno— se dirigieron a un extremo de la sala y, al acabar la breve reunión, esta vez fue la mayor quien habló en nombre de ellas:

—Padre, me desdigo de lo dicho anteriormente. Estamos seguras las tres de que le queremos mucho y por igual. Aceptamos la herencia tal como usted la deje escrita. Hemos decidido que haga con nosotras lo que mejor le parezca.

El padre se retiró a su despacho emocionado y acabó de redactar el testamento.  

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