215. Dos de noviembre

La fecha se clavaba en mi alma. Era el día dedicado a los difuntos. La tarde declinaba. Sin embargo, la temperatura se mantenía agradable, a pesar de haber empezado el mes de noviembre. «¿Efecto del cambio climático?», me comencé a preguntar.

De repente contemplé una escena que me hizo actuar, sin pensármelo dos veces.

—Perdone, señora, ¿son suyas esas flores?

Así comenzó todo. No me podía imaginar lo que iba a suceder después de haber pronunciado estas palabras de reconvención.

—La verdad es que…— respondió tímidamente la mujer, atemorizada por mi brusca intervención.

—No me diga más, señora. He visto cómo sustraía flores de un nicho que, con seguridad, no le pertenece; y luego las colocaba en otro nicho, que imagino será de su familia.

—Disculpe, ¿cómo está tan seguro de que el primer nicho no me pertenece? — replicó ella, un tanto indecisa.

—Porque… da la casualidad de que en él está enterrada mi querida madre, fallecida hace un año, justamente en el día de hoy. No hay confusión posible.

—Ya me perdonará, caballero. Estaba tan desolada pensando que mi marido se iba a quedar este año sin flores. Todos los años se las he podido llevar, pero este, este, …

Y se echó a llorar amargamente.

Yo no sabía dónde meterme ni qué hacer. Traté de consolarla como pude. Le dije que no se preocupara, que se quedara con esas flores, que su marido estaría feliz desde el cielo viendo cuánto ella le quería, y otras frases más, hasta que dejó de llorar. Se quedó callada durante un tiempo que a mí me pareció una eternidad, se arrodilló, besó las flores que había depositado y, sin importarle para nada mi presencia, se dirigió a su querido esposo como si estuviera él allí presente:

—Mira, cariño, las flores que te he traído. Son la prueba de mi permanente amor. Habrás notado que esta vez no las he podido comprar. Son de un buen señor que se ha apiadado de mi situación. Reza por mí desde el cielo y también por ese señor tan generoso. Yo rezaré por ti, por si lo necesitas, aunque segura estoy de que no te hacen falta mis oraciones.

Desaparecí rápidamente del lugar, avergonzado, sin que ella se diera cuenta.

«¿Había rezado yo por mi querida madre? ¿Eso es ser buena persona?», me empecé a preguntar. Deshice mis pasos, pero la mujer ya se había marchado. Los dos manojos de flores eran testigos mudos de lo que estaba sucediendo, Me arrodillé delante del nicho de mi madre, recé unas breves oraciones por ella, le pedí perdón y también que desde el cielo ayudara a la angustiada mujer.

Al siguiente año, por la misma fecha, encontré en el nicho de mi madre un espléndido ramo de flores olorosas, idéntico al que lucía en el nicho del marido de aquella buena señora.

Las flores que yo llevaba las distribuí a partes iguales. No me olvidé de rezar.

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