195. Donde las rosas no se agostan

Imaginemos por breves momentos que los pétalos de una rosa reciben los dones de la inteligencia, la capacidad de reflexionar y de formularse preguntas, así como la de ver lo que hay en su entorno, e incluso verse a sí mismos.

En primer lugar, los citados pétalos descubrirían a los demás rodeando la corola de la rosa. Y, muy pronto, cualquiera de ellos se preguntaría quién soy, qué hago aquí, qué sentido tengo, y un sinfín de cuestiones más.

Lo más probable es que nunca llegaran a comprender que forman parte necesaria de la rosa; ni siquiera qué es una rosa, cuyo polen sirve, no solo para la reproducción del rosal, sino que —junto con el néctar— alimenta a las abejas del panal vecino, verdadera fábrica de cera y miel.

Tampoco los pétalos entenderían que su bonito color atrae a los insectos. ¿Un insecto? ¿Qué es un insecto?, se preguntarían.

Ni siquiera alcanzarían a valorar, en su acertada medida, la labor del Jardinero que plantó las rosas y que día a día las visita y las cuida con delicadeza.

Conscientes de no haber sido autores de sí mismos algunos pétalos podrían romper mentalmente con su situación real, imaginando ser totalmente autónomos, sin referencia a la rosa que les da sentido. Y estos podrían además pasar inútilmente su corta vida pensando que solo existe lo que ven —para ellos la única realidad—, e incluso añorando ser otra cosa distinta: quizá una hoja, un tallo, una piedra.

Qué diferencia con los humildes pétalos que esperan, cuando lleguen a su mayor esplendidez, que el Jardinero se acuerde de ellos y los coloque en una nueva rosa, en el Jardín «donde las rosas no se agostan”.

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