213. A modo de cuento

Cuando era pequeño vivía con mis padres y hermanos en una casa antigua de techos altos y habitaciones espaciosas. Un buen día se me ocurrió encaramarme por las estanterías de la biblioteca de la sala de estar. Afortunadamente las baldas eran sólidas y yo pesaba muy poco.

Deseaba alcanzar un librito que por sus tapas daba la impresión de tratarse de un cuento. Pero ¿qué hacía un cuento en esa balda tan alta? Me picó la curiosidad y me hice con él.

Ya solo en mi habitación me dispuse a leerlo ayudado de la lamparita de la mesita de noche. Se titulaba El padre y el niño, y en la portada una barca de pesca en la que se veía a un chico pescando con los pies metidos en el agua y detrás a una persona mayor de edad, sentada en el asiento de madera, preparando el cebo de una segunda caña.

El librito era de buena encuadernación con ilustraciones. Enseguida el dibujo de la portada me recordó El viejo y el mar, obrita cuya lectura me causó una gran impresión. Por lo que, después de pensármelo un poco,  me dispuse a leer mi nueva adquisición con la esperanza de no verme defraudado.

Sin embargo… algo me decía en mi interior que sus páginas finales apuntaban a un drama. No era yo amigo de los dramas ni lo soy ahora. Resulta que el clímax del relato se alcanzaba cuando caía el niño en la mar viéndose arrastrado por la fuerza de un norme pez que había tratado de librarse del anzuelo con un fuerte tirón. El padre no se lo pensó ni un segundo, consciente de que su hijo no sabía nadar se lanzó al agua. En sus esfuerzos por mantenerlo a flote y tratar de subirlo a la barca empezó a fallarle el corazón. El padre gritaba: «Hijo, sube, sube. Móntate en mí. Apóyate en mis hombros. Agárrate a lo que puedas» y el chico, obediente, comenzó a trepar por su espalda, apoyó los pies sobre los hombros del padre, pero no veía dónde agarrarse. El padre seguía empujándole, ya debajo del agua, acercándolo a la barca con las fuerzas cada vez más mermadas.  Y en un último esfuerzo consiguió impulsarle de tal modo que el niño casi voló al interior de la barca, mientras el padre se hundía con la certeza consoladora de haber salvado a su hijo.

Me quedé hecho polvo. No continué leyendo. Y me eché a llorar. En estas estaba cuando entró mi madre en la habitación sospechando que algo me sucedía. Yo no había acudido puntual a la hora de la cena familiar. Vio el librito sobre la cama y a mí llorando como una Magdalena, con mi cabeza apoyada en la almohada.

Mi madre se me acercó y me dijo suavemente:

—¿Entiendes por qué el librito estaba tan alto?… Sin embargo, tienes que saber que la historia acaba bien—. Esto ultimo me lo dijo con una sonrisa de complicidad— Yo también he leído El padre y el niño.

—¿Cómo que acaba bien? — respondí incrédulo sin mirarla a la cara.

—Si hubieras terminado de leer el librito te habrías enterado de que una segunda barca se había acercado al lugar. Los pescadores lograron sacar con vida al padre quien, ya repuesto del todo, pidió al párroco del pueblo pesquero que dijera una misa de acción de gracias. Ya sabes el final. Los libros se terminan. No tardes, enjúgate las lágrimas y vente a cenar con nosotros.

Con el librito aprendí hasta dónde un padre puede llegar a querer a su hijo.

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