214. El cubito de hielo

Nací de la cubitera como los demás cubitos. El día anterior la habían llenado con agua del grifo hasta rebosar, dejándola en el congelador. Y así fue como me vi, de la noche a la mañana, lanzado a la existencia en un receptáculo de plástico junto con mis hermanos cubitos.

¿Pasa frío un cubito de hielo? No lo sé. Estoy muy orgulloso de ser un cubito de hielo. Cuando me saquen de la cubitera iré a parar con seguridad a un vaso que contendrá una bebida alcohólica o un refresco cualquiera. En todo caso habré sido útil.

Sorprendentemente para mí empecé a darme cuenta de que no solo era consciente, sino que también podía escuchar y entender a quienes hablaban a mi alrededor. Me quedé helado —nunca mejor dicho— cuando oí lo que decía el marido a su mujer, mientras aquél me hacía tintinear en su vaso de whisky.

—Lo vengo pensando desde hace tiempo. Me temo que lo nuestro se acabó.

—¿Cómo dices? —, contestó la mujer a la velocidad de un rayo.

—Que se acabó. Te lo repito.

El silencio invadió la sala de estar. Lo único que se oía era el tintineo de todo mi ser golpeando el cristal del vaso.

—¿Es por…?—, preguntó ella.

—No, en absoluto. Es que no siento el amor como cuando éramos novios, o cuando nos casamos.

—Pero, perdona: ¿quién te ha dicho que el amor es puro sentimiento? —replicó serena la mujer—. Nos queríamos por lo atractivos que nos veíamos, por lo que nos gustábamos. Casi no necesitábamos ningún esfuerzo para querernos. La vida era de color de rosa. No olvides que la vida es multicolor, que no solo existen los colores blanco y negro. Yo te quiero ahora mucho más que antes.

—¿Cómo estás tan segura?

—Lo estoy, porque en estos años he aprendido a comprenderte. Comprendo que estés cansado con tu trabajo agotador; que sufras como yo por la falta de prole, que deseamos y no viene; que veas cómo la vida va pasando y con ella nosotros. Seguro que conocerás el dicho de que la felicidad procede de hacer felices a los demás.

—Esa frase la escuché en varias ocasiones. La felicidad… siento que se me escurre como el agua entre las manos.

Fue en ese preciso momento que yo — cubito de hielo— me estremecí. Yo estoy hecho de agua. Solo seré feliz si sé deshacerme. Y esto sucederá cuando me bañe en la bebida que el marido desea tomar. ¡Si para esto he nacido! ¡Ojalá pudiera decirles lo feliz que voy a ser deshaciéndome!

—La felicidad como sabrás —continuó la mujer— exige pequeñas renuncias al propio yo. Si en el sentimiento la voluntad está ausente, el fracaso está asegurado. Cuando nos unimos en matrimonio nos comprometimos a ser fieles en todas las circunstancias de nuestra vida. El anillo que llevamos nos lo recuerda a diario. Si los dos buscamos la felicidad del otro nuestra vida será como un adelanto del cielo.

El marido se quedó pensativo: «¡Qué inteligente es mi mujer! ¡Qué bien ha aprovechado el curso para matrimonios al que yo he rehusado asistir! ¿A ver si me estoy equivocando?».

—Además, ¿sabes lo que vamos a hacer? — retomó la palabra la mujer con determinación cuando se percató de que ése era el momento oportuno para volver a hablar—: pide unos días libres en el trabajo y nos vamos al lugar donde sellamos nuestro amor para siempre. Seamos los dos siempre sinceros, contándonos a tiempo y con confianza las cosas que nos disgustan del otro o de la otra.

El silencio volvió a llenar la sala de estar. Ya no se oía mi tintineo en el vaso. Pasaron los segundos como si fueran horas. Por fin…

—¡De acuerdo! Haremos como tú propones. ¡Qué gran tontería iba a hacer! Perdóname, perdóname,… Debí haber hablado contigo de mis problemas mucho antes.

—Perdóname tú también, porque estoy convencida de que no siempre he sabido hacer bien las cosas. Me tenía que haber dado cuenta mucho antes de lo mal que lo estabas pasando.

No quise mirar, pues me derretiría antes de tiempo. Tras un abrazo interminable, brindaron marido y mujer, y yo no aguanté más. Les deseé una felicidad para siempre, mientras me diluía feliz en el whisky con la conciencia del deber cumplido.

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