190. El Museo Infantil

—Niños, mañana iremos al Museo Infantil— dijo de repente la madre tratando de poner cara alegre.

—Mamá, no nos dices esto muy contenta, que digamos—, expresión que la hija mayor había aprendido de su padre el mes pasado.

—Bueno, hija… es que… os tendremos que dejar allí a los tres… por un cierto tiempo. Lo más importante: cuida de tus hermanos. Que no les falte nada, ¡por lo que más quieras!

Los dos pequeños dejaron de jugar, sus ojos infantiles dirigidos hacia los de su madre con deseos de comprender qué estaba pasando, más aún, con el temor de perderla.

El más pequeño, antes de ponerse a llorar como una madalena, solo pudo esbozar un inicio de pregunta:

—¿Es que te vas a separar de…?

En el colegio ya había aprendido el significado del verbo separar. Sucedió la primera vez que vio a la madre de un compañero de pupitre recoger a su hijo, sola, sin el marido. El sabihondo de la clase le dijo entonces en voz baja: “Seguro que no sabes que sus padres se han separado”.

—No, no es eso, pequeñajo— respondió la madre secándole las lágrimas con inmensa ternura. Os lo explicaré.

El pequeño dejó de lloriquear. Gran expectación.

—Lo que sucede es que los que mandan (que se meten en todo) quieren mostraros en público, tras un enorme cristal, como si fuerais animalitos de un zoo. ¿Os dais cuenta de que casi no hay niños por las calles y de que en vuestra clase sois como mucho cinco estudiantes?

Y continuó la madre ilustrándoles:

—Muchas familias han decidido no tener hijos, dominadas por una propaganda perversa y engañosa. Los pocos que no pasamos por las directrices de los que mandan somos nosotros, papá y mamá, y algunas familias más, que tenemos que pagar una sustanciosa multa por cada criatura que traemos al mundo. Y ahora, nada menos que esto: nos obligan a dejaros el mes de vacaciones en el Museo Infantil para que la gente piense lo bien que el Estado protege a la infancia, mientras la natalidad del país se hunde cada vez más y más. Las estadísticas dicen que estamos casi a cero.

Los dos peques no entendieron nada o casi nada de lo que les decía la madre y volvieron a sus juegos. La niña mayor abrazó a su madre con toda su alma.

El padre había presenciado la escena completa, agazapado en la habitación vecina tras una cortina, sin atreverse a aparecer por miedo a que sus lágrimas le traicionaran. Carecía del temple de su mujer. ¡Cuánto tenía que aprender de ella!

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