200. La perrita

Los padres estaban angustiados. Las nuevas disposiciones en defensa de los animales hacían presagiar una tormenta en el hogar. Tener perro en casa —como tenían ellos— conllevaba una gran responsabilidad.

Una pequeña tormenta estalló cuando la niña de la casa se decidió a hablar, al terminar de almorzar con sus padres.

Mía no tiene abrigo—, dijo la niña señalando a la perrita.

La pequeña había estado escuchando con atención la conversación sostenida por los padres durante toda la comida. Dos cosas le habían quedado claras: una, que el invierno iba a ser muy duro; y otra, que las mascotas no debían pasar frío cuando salieran a la calle. En particular, su adorada Mía, de la que no quería desprenderse por nada del mundo.

Padre y madre se miraron en espera de que uno de los dos se decidiera a hablar. Lo hizo la madre, dirigiendo una cariñosa mirada a la niña.

—Hija no sé hasta dónde has comprendido de lo que hemos estado hablando papá y mamá. No te preocupes. La perrita seguirá en casa. Además Mía tendrá su abriguito. Se lo confeccionaré yo misma antes de que el invierno comience. No queremos que sufra pudiendo remediarlo. De todos modos…

—De todos modos…— repitió la niña, imitando la voz y los gestos de la madre.

—De todos modos… no debemos olvidarnos de esas personas que duermen en la calle, en pleno invierno; quizá bajo unos soportales, con temperaturas muy bajas, lluvia, viento, hambrientas, sin nadie que les haga compañía, con esa soledad de quien no tiene nada ni a nadie. A veces se las puede ver acompañadas de un pobre perro —tan pobre como ellas— que se arrima al dueño para darle calor en la fría noche …

La madre seguía hablando, sin percatarse de que la niña ya no seguía lo que le iba diciendo. Segundos más tarde la pequeña rompió a llorar.

Mía, la mascota, se acercó a la niña para ver qué le sucedía. La madre se había adelantado a la perrita abrazando tiernamente a su hija, mientras le prometía que ellos —papá y mamá— harían lo que pudieran para ayudar a los sin techo. Con un fino pañuelo la madre secó cuidadosamente las lágrimas de su desconsolada hija.

La niña cesó de llorar. Dirigió una mirada de agradecimiento a su madre, pero no se separó del abrazo de ella en espera de que el padre dijera algo.

El padre no tardó ni un segundo en hablar.

—Tengo un abrigo en el armario que quizá no vaya a necesitar— anunció puesto de pie—.  Está en buenas condiciones. Lo llevaré hoy mismo a Cáritas.

Y la madre no se quedó atrás.

—Pues yo tengo una manta que me regalaron por mi cumpleaños que abriga un montón. La juntaremos con el abrigo.

La niña, ya tranquila del todo, preguntó con timidez:

—Y el abriguito para Mía… ¿Cuándo lo tendrá? Aunque… —y aquí fue cuando la pequeña se quedó unos instantes pensativa— mi chaleco rosa podría servir para una niña que duerma en la calle.

Y se dirigió con rapidez al armario de su cuarto.

Esta vez fueron los padres quienes dieron rienda suelta a sus emociones.

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