207. La respuesta del abuelo

—… y yo os declaro unidos en matrimonio.

La ceremonia había sido breve. Unas flores adornaban la mesa escritorio del responsable de los matrimonios civiles. La música ambiental había cesado. Otras parejas esperaban fuera a que ella y él terminaran con los pasos que exigía la ley: las firmas y la entrega de los documentos. No se podía dedicar a esa boda más tiempo, casi como en el ambulatorio.

Abrazos, emoción contenida, el beso de los novios, la foto para la posteridad… Los dos testigos se estaban despidiendo. Ausencia de familia. El padre de él era ya mayor. Vivía solo en un pueblo de la España vacía.

Salieron los dos de la mano, como si siguieran siendo novios. En realidad, nada había cambiado, salvo los papeles. Los necesitaban. ¿Para qué? Por si la cosa no fuera a ir bien: ¿cómo quedarían los bienes compartidos, incluidas las mascotas, en caso de que se decidieran a tener una? De hijos, ni hablar. De “hasta que la muerte los separe” …, mejor no pensarlo. ¡Había que vivir la vida!, así pensaban ellos.

En el colegio de religiosos, al que ambos habían acudido desde muy pequeños (allí se conocieron), les habían enseñado que el matrimonio es “uno con una y para siempre”, frase que guardaban como un runrún en la memoria.

Solo había un problema: qué hacer con el padre de él. El padre no quería abandonar el pueblo de su vida, por nada del mundo. Así que convinieron en visitarlo con regularidad. Ya sabían que sus ideas sobre el matrimonio chocaban frontalmente con las de aquel. El padre educó a su hijo a vivir en libertad, con la consiguiente responsabilidad, logrando que le hiciera más caso en lo primero que en lo segundo. Cuando el padre le decía que el matrimonio no solo está pensado para pasarlo bien, sino que había que procurar tener hijos y educarlos, el hijo cambiaba de conversación.

Sin embargo, ella se quedó embarazada. No se lo esperaba. Algo les había fallado. Al principio lo vieron con una enorme contrariedad hasta que en una de las visitas médicas la ginecóloga les mostró —a petición de los padres— unas imágenes reales del niño moviéndose en el seno de su madre. «Contemplen, ¡qué maravilla llega al mundo!» Esta frase les tocó el corazón. Por ningún motivo pondrían ya reparos a que naciera la criatura. Como así sucedió.

Y pasaron unos pocos años. El abuelo aceptó ir a vivir con ellos a la ciudad. Ya no podía valerse por sí mismo. El niño con cuatro años respondía al nombre de Ónice, el que se le ocurrió a la madre cuando lo inscribieron en el registro civil.

Se notaba el amor de ésta por la cristalografía, afición que surgió espontánea al pasar por delante de una tienda especializada en minerales de toda clase.

Una noche el niño apareció en la habitación del abuelo.

—Abu… tengo miedo.

El abuelo encendió la lucecita de la mesilla de la cama.

—Oni… me has despertado. Pero no te preocupes. No estaba dormido del todo. ¿Qué te pasa, pequeño?

La voz del abuelo alejaba cualquier timidez. Más aun, el niño veía al abuelo como un pozo sin fondo de sabiduría. Sabía que cualquier pregunta tendría su acertada respuesta.

—He soñado con un monstruo que, que…

—Que, ¿qué?

—Que me iba a comer.

—Vaya, ¡debería de tener mucho apetito!

—Sí…

—Quítate eso de la cabeza. A mí me pasó una cosa igual cuando era como tú. Y ya ves que no me ha comido ningún monstruo.

—Pero a mí me comerá… Déjame dormir en tu habitación.

—Los papás no lo quieren.

—¿Qué puedo hacer?

—¿Has pedido ayuda a tu ángel custodio?

—¿Ángel cus… todio?

—Sí, sí. Todos tenemos uno que nos defiende en todo momento, de día y de noche. No nos deja nunca solos. El tuyo siempre está a tu lado, aunque no lo veas. Ponle el nombre que más te guste. Al mío lo llamo Rafael. Le puedes pedir que te defienda del monstruo y verás que no te podrá hacer nada.

—¿De verdad?

—De verdad. Anda, vuélvete a la cama.

El abuelo apagó la luz y acudió a los dos custodios, el suyo y el del niño, para que defendieran al pequeño de todo mal.

Al día siguiente el abuelo contó a los padres la conversación que había sostenido con el crío. Ellos se enfadaron. Le recordaron que, al recibirle en la casa le habían dejado claro que no hablara de religión con el niño, que ni siquiera había sido bautizado.

El abuelo no se inmutó ante lo que oía. Pasaron los segundos hasta que se puso a hablar, casi más consigo mismo que con ellos.

—Cuando era pequeño tenía mucho miedo por las noches. Mis padres me habían enseñado a rezar al ángel custodio. Y a partir de ese momento sentía su protección. Me sabía acompañado. La oscuridad ya no me aterraba. Pues bien: si ese consejo fue tan bueno para mí, ¿cómo puedo escondérselo a vuestro hijo? Decidme.

» Más aún: si un día el niño me pregunta por el crucifijo que tengo en la habitación, ¿me voy a callar? ¿No le puedo decir quién era Jesús, ese hombre que entregó su vida por amor, y que para mí y para muchos es nuestro Dios y nuestro todo? Incluso, si acompañándole por la calle vemos una mezquita y me pregunta: ¿no le puedo decir que es un lugar donde rezan los musulmanes?; o si vemos un estadio: ¿no le puedo decir que ahí se juega al futbol, aunque no sea el del equipo que le gusta a papá? Acordaos que el nombre que tiene y muchas otras cosas más las habéis decidido por el niño, adelantándoos por su bien a un consentimiento que él no podía dar.

Los padres se quedaron pensativos y se fueron sin decir palabra a la habitación para dialogar sobre la respuesta del abuelo.

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