204. La taquilla

En el pueblo de mis antepasados se acababa de inaugurar en verano el nuevo parque de atracciones. Llamarlo nuevo no dejaba de ser un eufemismo. Era el de todos los años, pero en otra ubicación. El Ayuntamiento había exigido a los responsables del negocio el cambio de lugar, utilizando como argumento que lo necesitaba para terreno edificable.

La gente protestó al enterarse de semejante decisión. El nuevo emplazamiento quedaba a las afueras del pueblo.

Al principio el periódico de la provincia se hizo eco de las protestas, pero estas duraron muy poco: la financiación del rotativo dependía de un banco nacional ligado al partido gobernante y, por ende, a la alcaldía del pueblo, del mismo color político.

Las barracas fueron las últimas atracciones en aparecer; antes lo hicieron la gran noria, el tren fantasma, el tiovivo, los autos de choque, la montaña rusa, el tobogán hinchable, la máquina de probar la fuerza, y otras de menor relevancia. La gente volvió a sentirse feliz, a pesar de la incomodidad que suponía llegar a las instalaciones. Por las tardes, con buen tiempo, se acercaban familias enteras y disfrutaban de lo lindo. Los precios eran moderados. El Ayuntamiento cubría la diferencia.

Todo funcionaba sobre ruedas hasta que —caída ya la tarde— una madre alertó a los vigilantes del parque de la pérdida de su hijo pequeño. El crío, en un descuido, se había separado para ver de cerca la noria gigante. El barranco que quedaba detrás de la gran noria hacía presentir una desgracia. Para llegar allí el niño tenía que haberse colado por debajo de la abertura inferior de la taquilla; también podía haber accedido bordeando el recinto, aunque era imposible que hubiera podido salir del parque solo, sin que los guardas se dieran cuenta. Otras posibilidades la madre no quería ni imaginárselas.

Los gritos de los padres llamándolo por su nombre no hallaban respuesta, hasta que la madre vio venir a su hijo a todo correr hacia ella, muy asustado. El crío era consciente de que sus padres lo habían estado buscando presos de ansiedad. Ella lo estrechó entre sus brazos y se echó a llorar. A la pregunta de «¿a dónde te habías metido?», el niño solo sabía señalar con el dedo la taquilla, mientras daba rienda suelta a sus sollozos. Era patente que en la oscuridad el niño no encontraba el camino de vuelta.

Desde ese día la madre se puso en acción al pensar en el peligro de que otro crío se metiera por debajo de la taquilla y se pudiera despeñar por el barranco. Sus iniciativas para que alguien hiciera algo terminaban en vía muerta: los de las atracciones decían que se perdería la estética de la taquilla y que nunca había pasado nada malo por esa causa; el periódico respondía que no era cosa suya, pues no había una masa social que lo solicitara; el Ayuntamiento aseguraba que sometería el tema en el próximo Pleno, pasado el verano. A veces las respuestas que recibía la madre en sus gestiones sonaban a reconvención: «son los padres quienes no deben perder de vista a sus hijos pequeños» …

En fin, que había que esperar a lo peor.

Y lo peor estuvo a punto de suceder. Esta vez fue el hijo pequeño del alcalde. Algunos dijeron que le habían visto meterse por debajo de la taquilla y que no le habían dado ninguna importancia. Pensaban que estaba jugando a esconderse.

Antes de iniciar la búsqueda fuera del recinto, en vista de que el niño no respondía a las llamadas, el propio alcalde pidió al equipo de mantenimiento que desmontara la taquilla para poder pasar al otro lado.

Portando potentes linternas de mano los encargados escudriñaban palmo a palmo la zona hasta que alguien gritó: «¡Lo he encontrado!». Estaba inconsciente sobre una roca que sobresalía sobre el cortado.

El niño se repuso. El alcalde convocó una sesión extraordinaria del Pleno con una única orden del día: el cambio de taquilla del parque de atracciones.

Los padres pudieron dormir ya tranquilos.

Deja un comentario