208. El mensaje

Cuando fui señalado como el elegido para transmitir el mensaje, no me lo acababa de creer. ¿Por qué a mí me ha tocado esta maravillosa responsabilidad?, me preguntaba; si mis compañeros son más inteligentes, más rápidos, más intuitivos, más serviciales que yo; no lo entiendo. Bueno —pensaba—: la verdad es que me paso el tiempo haciendo favores y —en primerísimo lugar— a quien me ha encomendado esta misión de la que no estoy autorizado a comunicar a nadie ningún detalle antes de cumplirla.

Y así me fui volando —como quien dice— a desempeñar mi trascendental cometido.

Como llevaba un sobre que no llamaba la atención pasé inadvertido. En él se contenían tan solo las palabras que yo debía pronunciar —a modo de saludo— y que identificaban a quien iba a recibir luego una información de crucial importancia. Si el enemigo se hubiera percatado de mi misión habría puesto en acción todo su terrible poder para evitar que la llevara a cabo.

Las señas del lugar al que me dirigía no me extrañaban en absoluto. Tenía que ser un lugar inimaginable para el enemigo. Además, utilicé el medio de transporte más sencillo. Un cartero que viajara como yo era para dar lástima. Sin embargo, yo me sabía de memoria las palabras que debía comunicar a continuación de mi todavía desconocido saludo. Había estado repitiéndolas una y otra vez. Eran tan esperanzadoras que tenía que hacer ímprobos esfuerzos para no llamar la atención a causa de la enorme alegría que sentía.

Pero vayamos a lo que sucedió. Llegué al lugar indicado. El silencio lo envolvía todo. Me rodeaba la suave brisa de la tarde. Los rayos de sol penetraban por la ventana de la casa, con la puerta abierta de par en par. Parecía no haber nadie en la estancia principal y, sin embargo, sentía la presencia de quien iba a recibir el mensaje. Un estremecimiento recorrió todo mi ser al verla a ella, sentada al fondo, con un libro en la mano, concentrada al máximo en su lectura, aunque sin lugar a dudas estaba rezando.

Había llegado el momento más esperado de la Humanidad. Tantos siglos con el mensaje dentro del sobre y allí, en esa sencilla casa, se encontraba mi humilde persona preparada para abrirlo y pronunciar las palabras de saludo.

Ella notó mi presencia, levantó suavemente la vista y se quedó asombrada al verme, en espera de que dijera algo.

Rompí el sobre con infinito cuidado, extraje su contenido y leí en voz alta, con la mayor reverencia:

“Ave, llena de gracia. El Señor está contigo”.

No me desmayé porque Dios me dio la fuerza. Por eso me llamo Gabriel, que significa “Dios es fuerte”.

Al escuchar el asentimiento de ella a la propuesta divina, dos rayos de luz, de una luminosidad inimaginable, llenaron completamente la estancia. Del corazón de María salían los dos rayos de la divina Misericordia.

Caí de rodillas y adoré el fruto de sus entrañas.

Y regresé con la respuesta a la velocidad del pensamiento.

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