202. Un pueblo en crecimiento

La tasa anual de nacimientos de un cierto pueblo de la meseta había aumentado de tal modo que se había hecho necesario ampliar la guardería, e incluso se había puesto en marcha un segundo colegio.

Un periodista de un diario de la capital fue enviado allí para averiguar qué estaba pasando. El tema podría ser objeto de un artículo de interés para los lectores aficionados a las páginas de sociedad, habida cuenta del grave problema que se cernía sobre la región por falta de recambio generacional. El periodista estaba convencido de que el pueblo de referencia se había ido llenando de hijos de inmigrantes. Pero no, no se trataba de eso.

Cuando aparcó su coche en la plaza principal le sorprendió ver —detrás de la ancestral iglesia— el recién estrenado estadio de fútbol, del que guardaba una vaga noticia de su inauguración, con un aforo superior a lo que se podía esperar de un pueblo de ese tamaño; incluso se podían ver porterías en ambas bandas para la práctica de hasta tres partidos de fútbol 7 simultáneos. ¿De dónde saldrían tantos jugadores?, se preguntaba. Es cierto que gente joven debe haber, pero… ¿tanta a la que le guste practicar el deporte rey?

La respuesta le llegó enseguida. Las clases del antiguo colegio acababan de terminar. Medio centenar de chicos de cursos superiores salieron de sus aulas, como despavoridos, en dirección a los vestuarios del estadio, para luego concentrarse en el centro del campo, vestidos con ropa deportiva, calcetines con espinilleras y botas de fútbol; los demás colegiales optaron por acudir como espectadores, provistos de toda clase de chuches y bebidas no alcohólicas. Los familiares iban llegando. Algunos profesores departían con ellos. Los equipos ya estaban formados. En cada tercio de campo los jugadores de un mismo equipo se distinguían por los dorsales rojos o azules.

Comenzaron los tres encuentros al mismo tiempo, al sonar las campanas de la iglesia en el primer cuarto de hora. Seguía el periodista con la mosca en la oreja. ¡Qué raro! No hay árbitros. Bueno, más barato sale a la organización, se decía a sí mismo, sin todavía comprender la situación. Al menos sé que cuando las campanas den la hora habrá terminado la primera parte, concluyó feliz este razonamiento.

En el descanso se le ocurrió estirar las piernas. Fue directo a la plaza del pueblo. Le inquietaba la posibilidad de que le hubieran puesto una multa. Respiró aliviado. Una mujer le dijo que el de la OTA, cuando había partidos, hacía la vista gorda. Se dio cuenta entonces de que en el centro mismo de la plaza emergía una estatua. Se trataba de un busto en bronce sobre una peana de granito en la que destacaba un nombre y unas fechas.

Desde donde estaba no distinguía bien el rostro. No tuvo el periodista necesidad de acercarse para saber de quién se trataba. Se lo preguntó a una mujer que paseaba casualmente por la plaza rodeada de críos. El nombre que le dio ella le hizo pensar. El periodista echó mano de su memoria: ¿Claro! Es un busto de X., el célebre futbolista que en una final de Champions había fallado el lanzamiento de un penalti. La prensa afirmaba rotundamente que lo había hecho a propósito porque no estaba de acuerdo con el fallo arbitral. No había penalti. Las imágenes del lanzamiento se repitieron una y otra vez por televisión. Dieron la vuelta al mundo. El resultado del partido fue la derrota. Si el célebre delantero hubiera marcado el gol se habría llegado a la prórroga. Y quizá a la victoria, lo que hubiera supuesto un nuevo palmarés internacional para el equipo. Tras muchas deliberaciones al más alto nivel, la directiva prescindió de los servicios de X., no sin indemnizarle sustanciosamente. No se lo perdonaron. Era demasiado honrado…, decían unos. Otros, que era un ingenuo… E incluso había quienes afirmaban que lo había hecho por notoriedad…

A partir de ahí ya no se supo públicamente más de él.

Un parroquiano, que se había percatado de la atención que prestaba el desconocido visitante hacia la escultura se sintió en la obligación de explicarle:

—Mire usted, caballero. Perdone mi intromisión. Veo que es nuevo por estos lares. Le he visto tan absorto contemplando el busto… Yo ya soy viejo. Ese hombre, a quien todos admiramos, al retirarse de la práctica del fútbol se ocultó en el pueblo que le vio nacer. No se relacionaba con nadie. Vivía una vida como de ermitaño. Renunció al teléfono móvil y todo lo que tuviera que ver con Internet. Apenas se le veía, excepto en la misa dominical, en el último banco, para salir de la iglesia el primero. Una señora lo estuvo cuidando. Hasta que…

—¿Hasta qué? Siga, por favor.

—Hasta que un amigo suyo, el único que aceptaba como visita, le hizo una inteligente propuesta para el pueblo. Con su dinero (del jugador, se sobreentiende) se podría construir un estadio, como el que ahora tenemos; pero antes habría que incentivar el fútbol desde la más tierna edad. Y así lo hizo. Fundó el nuevo colegio. Además, costeó la renovación del interior de la iglesia; y todavía más, convenció al Ayuntamiento para que arreglaran de una vez por todas la carretera asfaltada que conduce a la villa.

—¡Menudo mecenas! Bien merece la estatua.

—¿Se ha fijado usted en la cantidad de niños y niñas que tenemos en nuestro pueblo? La presencia del futbolista motivó a nuestras familias para que… tuvieran más descendencia. ¡Quién sabe si nuestros hijos llegarán tan lejos como él!, se decían marido y mujer. ¡También las niñas practican el fútbol!, le decía la mujer al marido. Por cierto —continuó explicando el parroquiano—, el futbolista se murió con la alegría de presenciar el homenaje que le hicimos en la inauguración de su estadio, un mes antes de abandonar este mundo. Mientras la enfermedad se lo permitió, durante años, había estado transmitiendo en pequeñas charlas y conferencias las virtudes que debía tener un buen jugador de fútbol.

—Muchísimas gracias, caballero, por sus explicaciones. Me voy, tengo prisa. Que ya va a comenzar la segunda parte.

—Espere. No se lo he dicho todo. En este pueblo tenemos la suerte de contar con un párroco que no tiene pelos en la lengua. Al pan, pan y al vino, vino. Nos explica lo que significa ser padre o madre en una familia. Una vida de feliz entrega. En mi caso lo que significa ser abuelo…

—¡Veo que usted aprovecha bien los sermones!

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