197. Cayetana

A los niños se les enseña —desde el principio—que mentir es una cosa muy fea. El cuento del niño que grita, un día y otro, “Que viene el lobo” les impacta grandemente. Cuando llega el lobo de verdad, nadie lo cree, con las consecuencias que cabe esperar.

Pero también saben los niños de los engaños de los prestidigitadores al salir del maravilloso mundo mágico de la infancia, y ninguno de ellos se siente defraudado por ellos, dando muy pronto paso a la admiración: “¿Cómo lo habrá hecho?”.

Otras pequeñas mentiras las aprenden de los mayores, por ejemplo, cuando el padre dice a la abuela: “Abuela, cada año la encuentro a usted mejor”; o cuando la niña —siguiendo órdenes estrictas del padre— contesta a la llamada telefónica, afirmando con aplomo: “Mi papá dice que no está…”.

En definitiva: la verdad siempre debe ir por delante. Y si no —además de que es malo mentir cuando los demás tienen derecho a saber la verdad— se pueden producir casos divertidos e impredecibles, como el que me contaron recientemente:

Cayetana (este es el nombre de la protagonista, sin temor a desvelar su identidad: ¡hay tantas Cayetana en el ancho mundo!) estaba sentada a la mesa con sus padres y una tía suya de visita familiar, acompañada esta de una de sus hijas, degustando todos ellos una tarta que la tía había llevado consigo por ese motivo.

El diálogo no tiene desperdicio:

—Tía, seguro que esta tarta tan rica la has comprado en el súper. La bolsa es de… (no quiero escribir el nombre para no hacer publicidad gratuita).

—¡Qué va, rica! La hemos hecho nosotras.

—Pues yo he visto el ticket de compra en la bolsa.

La tía y su hija enmudecieron. Los padres se quedaron expectantes en espera de la contestación de la hermana del padre.

—La verdad, niña. No nos ha dado tiempo a hacer esa tarta tan buena que solemos hacer, modestia aparte. Y, como las tartas del súper son casi iguales de buenas que las nuestras, no queríamos quitaros la ilusión de que esta la habíamos hecho nosotras, como ese era nuestro deseo.

Y fue entonces cuando volvió a intervenir la niña de la casa, con ese desparpajo y sencillez de la edad infantil:

—La verdad, tía. No he visto el ticket de la compra en la bolsa.

Cuando la tía oyó esto, recordó que tenía el ticket guardado en el bolso. Y al confesarlo en voz alta todos se echaron a reír.

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