203. Los dos anillos

Él y ella habían comprado sus alianzas de boda en la misma antigua joyería del centro de la ciudad, quince años atrás. Una casualidad como muchas otras. Pero, ¿se trataba de una casualidad? Esa pregunta se la estaba haciendo ella cuando se dirigía a la citada joyería para que el orfebre separara los dos anillos que habían quedado extrañamente unidos, el uno con el otro, al retenerlos él en sus manos antes de que ella partiera hacia la joyería. Parecía arte de magia. Él se había quedado tan extrañado como ella al comprobar esa unión imposible: un anillo pasaba por el interior del otro.

El joyero se sonrío al verla. La había reconocido al instante.

Cuando ella le explicó lo que había sucedido con los anillos aquel no se extrañó de nada. Lo veía como lo más natural del mundo.

—Verá, señorita —le dijo el joyero con una sonrisa paternal—. Tiene que saber que en esta joyería solo vendemos alianzas que son para toda la vida. Cuando ambas salen de esta casa no se separan si él o ella las retiene con amor, aunque sea por breves instantes. Eso es lo que ha sucedido. Se unen los dos anillos en una unión inseparable. Él la sigue queriendo a usted de verdad. ¿Le quiere usted a él del mismo modo?

La chica se quedó pensativa unos segundos.

—No lo sé —respondió ella con timidez—. No sé qué me pasa. Estamos a punto de separarnos. Tengo el corazón partido, como dice la canción. Antes no discutíamos, buscábamos agradarnos: que él fuera feliz era lo que a mí me hacía feliz, y a él le sucedía lo mismo. Pero ahora…

—…ahora— continuó el joyero— usted se ha hecho mayor, la rutina, el cansancio con los críos, quizá las depresiones…

—¿Cómo sabe todo esto de mí? ¿No será también siquiatra?

—No, no me ha hecho falta estudiar tantos años para averiguar esas cosas. Pero nos estamos alejando de lo que usted quiere hacer con los anillos. Mire, si no quiere destruirlos a martillazos solo se pueden separar si usted los retiene entre sus manos con el mismo amor que él puso en las suyas.

Ella extrajo de su bolso el par de alianzas unidas, depositándolas tiernamente en su mano izquierda. Comenzó entonces a recordar los maravillosos momentos que los dos habían vivido: el nacimiento de los hijos, la educación de los pequeños, las fiestas familiares, y se echó a llorar. Sabía que un solo acto de amor de ella hacia él separaría los anillos, como le había explicado el joyero, y podría volver cada alianza a la mano de donde nunca debía haber salido.

La mano derecha se fue acercando a la izquierda hasta formar las dos el receptáculo más amoroso que jamás ella podía haber imaginado. Al abrir las manos, los anillos relucían separados como nunca.

—¿Qué le debo? —preguntó ella sin salir todavía de su asombro.

—Nada—contestó lacónico el viejo joyero—. Bueno —se corrigió—: me debe la fidelidad que van a vivir los dos de hoy en adelante, y eso no tiene precio.

Las lágrimas de ella eran ahora de alegría. Al verla, el marido se abalanzó hacia ella y la cubrió de besos. Los niños preguntaban, sin entender nada: “Papá, mamá, ¿qué hacéis?”. Él y ella se entregaron las alianzas como en el día de la boda, repitiendo las palabras “Recibe esta alianza, en señal de mi amor y fidelidad a ti”. Y el abrazo que se dieron después parecía interminable.

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