216. Un relato navideño

La angustia se empezaba a reflejar en la cara de la madre, a pesar de los esfuerzos que ella hacía para que no se notara.

—Niños, seguid buscando.

Y la caja desaparecida se comportaba como si se empeñase en no ser encontrada. «¡Qué error haber comprado cajas de cartón todas iguales!», se repetía la madre, con claro reproche hacia sí misma.

Y la madre con sus cuatro niños proseguían la búsqueda en espera de la inminente llegada del padre. Faltaban un par de horas para el evento más importante del año. La madre no sabía qué hacer. En esas estaban cuando sonó el timbre.

—¡Es papá!— dijo rápido el pequeñín. Los cuatro se lanzaron a abrir la puerta, mientras la madre se quedaba atrás cerrando la tapa de una caja en la que solo almacenaban chucherías de los críos.

Tras los efusivos besos y abrazos el padre se dio cuenta en seguida de que algo malo estaba sucediendo. La mujer se puso a llorar.

—Cariño, ¿tanto te apena verme? —preguntó el marido con esa sonrisa que solo pretendía tranquilizar a su esposa.

—No, ¡por Dios! Resulta…

—Llorando no se puede hablar— le dijo el marido comprensivo, en espera de que ella secara sus lágrimas con su pañuelo.

—… que no encontramos la caja donde guardamos el año pasado las figuras del Belén. La debí confundir con otra igual que estaba llena de trastos inservibles de los niños y que ayer mismo la eché al contenedor de la esquina. ¡Qué desastre! Este año el Niño no nacerá en nuestra casa. Faltan tan solo dos horas…

Y las lágrimas volvieron a brotar con más fuerza.

—Bueno, mujer, ya pensaremos qué hacer. No es una cosa tan grave. De todos modos, es muy tarde para salir a por figuras…

—Papá… —. De nuevo intervino el pequeñín, señalando esta vez con el dedo una de las cajas con los trajes del Belén viviente del año anterior que les había supuesto un premio en el Colegio.

—¡Qué listo eres!, pequeñajo—, dijo el padre. Los padres no cabían en sí de gozo. Sus hijos darían vida al Belén de la casa. El hermano mayor haría de José; la hermana mayor sería María; el pequeñín haría de Niño Jesús, metido en un capazo y arropado con una bonita manta; y la segunda hermana haría el papel de ángel sosteniendo una improvisada estrella. Como en el concurso.

Un suave ladrido interrumpió el jolgorio que se había montado con los trajes. Era claro que la mascota de la casa también quería su protagonismo.

—La perrita con nosotros! —sentenció el hermano mayor.

A los padres se les ocurrió poner como fondo —en una de las paredes del comedor— un gran poster de la gruta de Belén que trajeron unos amigos de peregrinación a Tierra Santa.

Ya podía el Niño nacer en la casa.

Después de la cena de esa noche tan memorable, a las doce en punto, los niños con sus trajes y los padres vestidos como pastores, se situaron cada uno en su lugar: la Virgen con su manto azul, san José con su vara, el ángel con la estrella, detrás el poster y se pusieron a cantar villancicos. La zambomba sonaba más alegre que nunca. La perrita participó como pudo… mientras al Niño se le caían los ojos de sueño.

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