198. La librería inolvidable

He de reconocer que el rótulo de la nueva librería del barrio me sorprendió cuando lo leí por vez primera: “La librería inolvidable”. «Un nombre difícil de olvidar», se me ocurrió pensar en ese preciso momento. Pero, al centrar mi vista en el amplio y reluciente escaparate que da a la calle, mi sorpresa fue en aumento: tan solo se mostraba en su interior un único libro. Se trataba de un facsímil de la primera edición de 1605 de “El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha”, el cual yacía abierto por la mitad sobre un bonito atril de buena madera.

Como el lector puede imaginar me venció la curiosidad y me decidí a entrar en el establecimiento, con ánimo de hablar con quien fuera el responsable del negocio.

Me atendió una joven. Yo esperaba encontrarme con una persona mayor, entendida en libros de cualquier época, con la que pudiera pasar el rato conversando. Pero no. Se trataba de una joven de nuestro tiempo, esto es, del mío y de cuantos me leen, a la que, con seguridad, no le había dado tiempo de leer esos mil libros que dicen que hay que leer antes de dejar este mundo.

Enseguida trabé conversación con ella después de intercambiar los saludos habituales y congratularme con el hecho de tener una librería tan cerca de casa. Anteriormente el local estaba dedicado a una mercería que cerró por la jubilación de la dueña.

—Perdone si no es mucha mi indiscreción. No veo más que un libro en el escaparate. Para ser exactos, un facsímil de la primera edición del Quijote. Pienso que no se limitarán a las obras de Cervantes… Y si este fuera el caso, ¿dónde guardan las demás? No veo ninguna estantería—. La pregunta la lancé con la convicción de que debería tener una respuesta lógica.

—Tranquilícese, caballero.

Lo de caballero me desanimó un poco. Yo pensaba que aparentaba ser más joven de lo que realmente soy…

—Siga, por favor— le respondí ansioso de desentrañar el enigma.

—¿Ve usted ese ordenador con su gran pantalla? —palabras que me obligaron a girarme 180 grados.

—Por supuesto que lo veo. No tengo una vista tan mala— le contesté socarronamente.

—Ha de saber, caballero, que las personas pierden mucho tiempo buscando por internet el libro que desean. Y cuando lo encuentran, lo compran por la red en espera de recibirlo en su casa; y una vez allí se aprestan a leerlo. Dígame usted: ¿no le ha sucedido en más de una ocasión que no ha podido pasar de la página diez?

—Bueno… que yo recuerde…

—¡Ve! Me da la razón. Hace falta que alguien le ayude a buscar y a comentar el mismo libro que usted desea leer. Para eso estamos nosotros.

—¿Nosotros?

—Sí. Yo misma y quien puede ayudarnos por medio de la pantalla. ¡Vamos! ¿Quiere hacer una prueba?

—Si es gratuita…

—Si no lo fuera se lo habría dicho. Siéntese cómodamente en esa silla. Y háblele directamente por el micrófono del ordenador. Sea cortés con él. No se impaciente.

—¿Y que le digo?

—Su nombre completo. Y también qué clase de lectura le interesa. Empiece.

            —Hola. Mi nombre es XXX. ¿Cómo se llama usted?

            —Hola. Soy YYY. Un saludo.

            —Vaya. ¿Estoy hablando con un robot?

            —¡Qué va! Si quiere le cuento un chiste que le hará reír.

            —Yo también sé buenos chistes y no soy un robot. Pero no perdamos el tiempo.

            —¿Qué desea leer? ¿Algo de historia?

            —¿Cómo sabe que me interesa la historia?

            —Le he buscado por internet y tengo todos sus datos. ¿Qué le parece “La columna de Hierro” de Taylor Caldwell? Es una magnífica biografía sobre Cicerón. Seguro que le va a gustar.

            —Me está adivinando el pensamiento.

            —Si se decide, la puede conseguir al momento. Basta con que me la pida. El precio lo verá en pantalla, así como una imagen del libro impreso y las primeras páginas.

            —Me gusta— le dije, después de observar atentamente lo que me mostraba del libro—. La pido.

—Ya está— le dije satisfecho a la joven que me atendía, después de despedirme amablemente de mi interlocutor y girarme otra vez 180 grados.

—Ya está ¿qué? — me replicó ella como si no entendiera nada.

—Hemos terminado la prueba.

—¿Qué prueba? Usted acaba de comprar un libro en esta librería. Lo ha pedido. Lo verá salir por esa abertura de la pared. Se paga aquí mismo, en el mostrador.

Y así fue como, sin quererlo, compré mi primer libro en “La librería inolvidable” y no me arrepiento de ello. Muchos otros títulos siguieron detrás.

La responsable me comentó —al despedirme ese primer día— que el GPT instalado en el ordenador de la tienda era una maravilla. Según ella iba a revolucionar el modo de vender. ¡Ah!, no se olvidó de explicarme que el solitario facsímil del Quijote del escaparate lo tenía como reclamo para los nuevos clientes.

La verdad es que funcionó.

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