229. El barranco

—Hijo, si traspasas esa maleza te puedes caer por el barranco.

El niño estaba harto del aviso. Siempre que su padre lo llevaba a jugar en la pradera tenía que escuchar la misma advertencia. Nunca había visto ningún barranco. Empezó a sospechar que su padre le engañaba, que tras la maleza no había ningún barranco; más aún, imaginaba que se abría una llanura atractiva en la que sería completamente libre para jugar a lo que le viniera en gana sin la mirada protectora de su padre.

—Papá, siempre me avisas de lo mismo, del barranco que te has inventado para que no me aleje de ti. Pero yo ya no soy un niño. Quiero conocer qué hay detrás de la maleza.

Sin esperar a la contestación de su padre, el hijo —que seguía siendo un niño— se adentró entre abrojos y matorrales en busca de la llanura de sus sueños.

El padre se quedó con el corazón angustiado. Sus gritos para que regresara no hicieron ningún efecto . Incluso parecía que le alejaban más de él. Hasta que se hizo un inquietante silencio.

El padre se dispuso a buscarlo, a sabiendas de que por su edad corría grave peligro su propia vida. Pero… se trataba de la vida de su hijo. No lo pensó más y se metió por el mismo lugar en el que el niño había desaparecido. Con mucho cuidado el padre se agarraba a la espesa maleza tanteando a cada paso el suelo que iba a pisar con temor a despeñarse por el barranco del que conocía su existencia.

No se había oído ningún ruido extraño, por lo que el hijo no se había despeñado, aunque no sabía por dónde andaría. No debía de estar muy lejos. El corazón le dio un vuelco al ver cómo una gruesa rama lo sostenía por su jersey en el vacío. El niño estaba tan asustado que era incapaz de moverse ni de articular palabra.

El padre se acercó a él cuanto pudo y le dijo muy suavemente:

—Hijo, no te muevas. Tranquilo. Estoy aquí para salvarte. Te quiero con locura.

El niño elevó la mirada y se fijó en las lágrimas de su padre. Un sentimiento de arrepentimiento, seguido de un profundo agradecimiento, invadió todo su ser. Y con un enorme esfuerzo le respondió:

—Papá, perdóname. Tenías razón.

El niño volvió a sus juegos de siempre. El padre feliz.

Esta historia se estuvo repitiendo en la familia de generación en generación hasta que llegó a mis oídos.

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