La mañana había sido dura. Las cosas no habían salido como él deseaba. Una sensación de mediocridad dominaba todo su ser. Quizá fuera debido a la mala noche pasada, al recuerdo insistente de tantos momentos de su vida en los que no había sabido dar la talla, estar a la altura. Abatido, caminaba lentamente hacia su casa.
Tristes cavilaciones le dominaban: “¿Vale la pena luchar, un día y otro, cuando al término de cada jornada acaba uno siempre manchado, con el inevitable polvo del camino?”. La perfección la veía él como un ideal inasequible, a lo sumo para seres que no fueran de este mundo.
Mostrando un semblante serio, arrebujado con su abrigo, el cuello levantado y un paraguas sin abrir, seguía él el trayecto, mil veces recorrido, que conducía del despacho a su casa. Eran las dos de la tarde. En media hora estaría almorzando.
A decir verdad, el día no invitaba a la alegría. Se trataba de una de esas mañanas plomizas, en las que el sol brilla por su ausencia y las nubes invaden el firmamento en tonalidades de color gris oscuro; si además el viento quita el poco calor corporal y, la amenaza de una inminente y molesta lluvia se hace realidad, no hace falta añadir nada más para calificar de plomiza la mañana.
Conforme se acercaba a un paso de peatones, notó que la acera opuesta se iba iluminando. Instintivamente levantó la vista y pudo contemplar cómo el sol luchaba con las nubes para hacer acto de presencia.
Volvió su vista a la acera iluminada: dos niños pequeños, con sendos chubasqueros amarillos, se soltaban de las manos de la que podría ser su madre, y se echaban a correr. Se dirigían hacia un hombre que les esperaba con una gran sonrisa, los brazos abiertos, al tiempo que se agachaba para estrecharlos junto a sí, besarlos y elevarlos.
La escena le conmovió. No tanto por lo entrañable, cuanto porque pudo observar que los pequeños chubasqueros de los niños estaban manchados de barro, y que a ese hombre, con toda seguridad el padre, no parecía importarle nada que sus hijos le ensuciaran entre abrazos y besos.
Volvió a mirar al cielo y vio cómo el sol se despedía sonriendo tras las nubes.
Cuando volvía a casa lo hizo con la cabeza alta y el corazón alegre. Nunca se olvidaría de esa luz entre las nubes.