193. El resguardo

—Manuel, te voy a contar una cosa que nadie sabe todavía: ¡me ha tocado el premio más alto de la Primitiva! — susurró Felipe al oído de su amigo.

—¿Y cuánto has ganado?, si se puede saber —replicó éste en voz alta, sin caer en la cuenta de lo delicado del asunto.

—No hables tan alto, Manuel. Te vas a quedar de piedra. Pero prefiero seguir charlando en un lugar más discreto.

Y así fue como ambos amigos se dirigieron al paseo marítimo recorriendo un carril habilitado para peatones y bicicletas en búsqueda del lugar más adecuado para conversar.

A Felipe se le notaba muy emocionado durante el trayecto; Manuel, por su parte, mostraba un semblante entre curioso e incrédulo. No tardó este último en intervenir cuando se pararon los dos en el sitio que les pareció más idóneo:

 —Venga Felipe. ¡Suelta ya la cantidad, que me tienes en ascuas!

—Me da miedo.

—Miedo… ¿de qué?

—De hablar. Siento como si me estuvieran observando con un teleobjetivo para leer mis labios y así enterarse de lo que pueda decir.

—Si esto es tal como piensas, te tapas la boca con una mano, como veo por la tele que hacen los entrenadores de fútbol, y me sigues contando.

—¿Y si alguien ha dejado en esa papelera una grabadora funcionando? Sigo teniendo miedo.

—Vamos a ver. ¡Tranquilízate, hombre! Lo peor que te puede pasar es que pierdas el resguardo; o peor, que te lo roben. Lo tendrás a buen recaudo, estoy seguro.

—Sí… bueno… En un lugar que solo conozco yo… Aunque, si me diera un ictus —o algo similar— y no pudiera comunicarme con nadie, sería difícil localizarlo.

—Vale. Esperemos que eso no suceda. Otra posibilidad es que alguien quiera aprovecharse de tu suerte al saber que has ganado la Primitiva con un premio de tan elevada cuantía.

—¿Qué me quieres decir con esto?

—Pues… un chantaje; un intento de blanqueo de dinero negro; un atraco con violencia; un robo informático… Ya ves que no son pocas las posibilidades de complicarte la vida con el premio. Yo, en tu lugar, me plantearía seriamente si merece la pena cobrarlo. Vivirías más feliz sin él— terminó diciendo Manuel socarronamente.

—¿Y por qué no lo cobras tú en mi lugar?

Esta pregunta dejó a Manuel completamente desarmado. No se la esperaba. Después de pensárselo unos pocos segundos pronunció ceremonioso en voz alta las siguientes palabras:

—Por ti, Felipe, estoy dispuesto a hacer lo que haga falta, siempre dentro del más estricto cumplimiento de la ley.

—No esperaba menos de tu amistad, Manuel— añadió Felipe imitando el tono formal de su amigo, pero bajando la intensidad de la voz y cubriéndose al mismo tiempo la boca con la mano—. Tienes que saber que me ha tocado la friolera de…

No pudo Manuel escuchar nada. Un ciclista perdió el control, con tal mala suerte que arrolló a Felipe, dejándolo tirado en el suelo y sin sentido.

Manuel no se despegó de su amigo hasta que llegó la ambulancia. El ciclista estaba allí presente avergonzado. No paraba de pedir perdón, de afirmar cuánto lo sentía, aunque lo que no acababa de comprender era por qué el atropellado, una vez vuelto en sí, repetía sin parar: «¿Qué iba a decir?, ¿qué iba a decir?».  Sin duda el golpe en la cabeza había sido fuerte.

Ya fuera de peligro, estando los dos amigos solos, volvió a salir el tema.

—Felipe, te recuerdo que me ibas a decir la cuantía del premio de la Primitiva, antes de ser atropellado.

—¿Eso te dije? La verdad es que no me acuerdo.

—Pero seguro que recordarás dónde escondiste el resguardo.

—No tengo ni idea.

—¡Esto sí que hay que celebrarlo! Has dejado de estar en peligro…

Una llamada telefónica rompió el hilo de la conversación. Era la empleada del hogar que solía ayudar en la limpieza de la casa y que preguntaba si tenía que echar a la basura un …

—¡Defiéndalo con su vida! — oyó ella gritar a Felipe, antes de que se cortara la comunicación.

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